Se supone que el vínculo entre padres e hijos es irrompible. Sin embargo, en muchos hogares, este vínculo se va debilitando poco a poco. El teléfono deja de sonar. Las visitas se vuelven menos frecuentes. Los nietos crecen lejos. Y a menudo los padres no entienden por qué.
Pero la verdad, por difícil que sea de aceptar, es que la distancia no siempre es rechazo. A menudo, es un mecanismo de supervivencia: una forma que tienen los niños, ahora adultos, de protegerse emocionalmente cuando la relación se vuelve insoportable.
Cuando el amor se convierte en crítica constante
La intención es buena: velar por sus decisiones, su salud, su felicidad. Pero cuando cada visita se convierte en una serie de comentarios —«Deberías hacer esto», «¿Has vuelto a engordar?»— la atención se transforma en juicio.
Entonces los niños dejan de venir, no por antipatía, sino para encontrar un espacio donde no se sientan evaluados.
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