Ella soltó una risita, pero la preocupación en sus ojos delataba su actitud despreocupada.
Durante los días siguientes, Rosa emprendió una ofensiva total contra su vientre hinchado. Corrió, montó en bicicleta, siguió una dieta con férrea disciplina, pero la hinchazón solo empeoró. La ansiedad comenzó a enroscarse en su estómago, una compañera constante del dolor persistente. Entonces llegó algo nuevo y absolutamente aterrador: una clara sensación de movimiento en su interior. Intentó racionalizarlo, convencerse de que eran gases o indigestión, pero en el fondo, un miedo primigenio se estaba arraigando.Rosa, una firme defensora de los remedios caseros, evitaba los hospitales a toda costa. Para ella, eran lugares de último recurso, no para revisiones rutinarias. Un té de hierbas fuerte era su solución para todo. Pero Ader, su marido desde hacía treinta años, era todo lo contrario. Necesitaba respuestas y ver sufrir a su esposa se estaba volviendo insoportable.
Una mañana, tras otra noche en vela, Rosa se paró frente al espejo. Su reflejo la miraba distorsionado. Su vientre estaba más grande que nunca. Por un instante fugaz y surrealista, la idea de un embarazo críptico cruzó su mente. Había oído historias de mujeres que concebían pasados los cincuenta. Era la única explicación que parecía encajar con aquellos síntomas extraños. Pero la descartó rápidamente. Llevaba más de tres años en la menopausia. Era imposible.
Cuando Ader la encontró, la angustia en su rostro era inconfundible. —Rosa, ya basta —dijo, perdiendo la paciencia—. Tienes que ir al hospital.
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