Tras descartar todas las posibilidades que se me ocurrieron, llegué a un probable culpable: mi perro. Es un bicho curioso, siempre husmeando entre los arbustos durante nuestros paseos. Supongo que rozó unas hojas infestadas de chinches y trajo los huevos a casa sin que me diera cuenta.
Quizás uno de los bichos se le subió al pelaje. Quizás los huevos se le pegaron. Sea cual sea el camino, encontraron el camino al único lugar que se supone es mi santuario.
Preocupaciones de salud y una visita al médico
En cuanto descubrí que eran huevos de insectos, me asaltó otra preocupación. ¿Y si me habían picado? ¿Y si estos bichos portaban bacterias, o algo peor?
No quería arriesgarme. Pedí cita con mi médico el mismo día. Tras una revisión exhaustiva y algunas pruebas de precaución, me dieron el visto bueno. No tenía picaduras, ni infecciones, y por suerte, tampoco riesgos a largo plazo.
Aun así, el miedo persistía. No podía dejar de pensar en lo que podría haber pasado si no hubiera visto esos huevos o si me hubiera dado la vuelta sobre ellos mientras dormía.
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